Prólogo


Remigio esperaba llegar a Sidi Ifni antes del anochecer. Estaban cerca de la frontera y desde allí hasta Sidi Ifni les quedaba algo más de 30 kilómetros. En Tabelcut descansarían un poco para refrescarse. Conocía al teniente Sotos, el oficial al mando del Grupo de Policía, y lo mismo lo invitaba a un trago en la cantina del puesto. En el coche, su mujer y sus hijos medio dormitaban, el viaje, aunque no largo, sí era cansado y monótono. El Pontiac, comprado en Argel, era antiguo, pero amplio y cómodo.

Llegaron a Mirleft, donde estaba situado el puesto fronterizo marroquí antes de cruzar la frontera. Normalmente, no tenían ningún problema ya que los guardias marroquíes lo conocían y lo dejaban pasar directamente, pero ese día algo no iba bien. Conforme se acercaban al puesto notaba cierto nerviosismo, los guardias estaban agitados y discutían entre ello. Aminoró la velocidad y vio como le hacían señas de que se parase. Los policías marroquíes no eran los habituales. Remigio conocía a algunos pero a estos no los había visto nunca. El que parecía que estaba al mando, se dirigió a él en un español muy básico pero lo suficiente como para hacerse entender:
  • Bajar del coche y venir con mí.
  • ¿Qué es lo que pasa, hay algún problema? –le preguntó Remigio.
  • Venir con mí –se limitó a contestarle el guardia.
  • Pero…
  • ¡Venir con mi! –le repitió elevando el tono y apuntándole con el fusil.
Remigio se sobresaltó, no entendía qué pasaba, pero era mejor no tratar de discutir con aquel hombre y menos cuando vio que otros guardias rodeaban el vehículo en actitud amenazante.
  • Saca a los niños del coche –se limitó a decirle a su mujer.
Aquella noche la pasaron en un cuarto del puesto fronterizo. No les dieron ninguna explicación. Simplemente se limitaron a encerrarlos en una habitación y allí los dejaron. A Remigio le costaba coger el sueño. Estaba preocupado y no entendía qué estaba pasando. Los sucesos de los últimos meses en Ifni tenían a todo el mundo en tensión: a los europeos y a los indígenas. Los rumores de una rebelión cada vez tomaban más cuerpo. Se vivía en un permanente estado prebélico. La independencia de Marruecos creó una euforia nacionalista entre una parte de la población a lo que no ayudó en nada el intento de hacerles pagar impuestos a los nativos. La situación era tan tensa que, por lo que comentaban los oficiales que iban a tomar café en la terraza de su hotel, las autoridades españolas habían perdido la confianza en los soldados indígenas hasta el punto de que el I Tabor de Tiradores, compuesto por nativos, fue desarmado.

Él ya pensaba que se le estaba permitiendo demasiadas cosas al Istiqlal, que incluso tenía oficinas en Sidi Ifni y total libertad de movimientos. Parecía ser que, según decían, todo su esfuerzo iba encaminado a echar a los franceses de sus posesiones. A él las cuestiones políticas no le importaban mucho, pero sabía que eso de la “amistad marroquí” se les podía volver en su contra y no era el único que lo pensaba: muchos militares mostraban su descontento por la impunidad con la que los miembros del Istiqlal se movían por la ciudad. En realidad sabía que la situación no era fácil: por una parte no se les podía dar tanta libertad a los independentistas, pero era necesario actuar con mano de seda con ellos. Sin ir más lejos, el verano anterior se armó una buena cuando los comerciantes del zoco bajaron sus persianas como protesta por la detención de varios baamranis acusados de subversión.

Precisamente, desde ese verano la tensión iba en aumento. Incluso eso le costó la vida al comandante del Grupo de Policía. Por lo visto, una patrulla que fue a reparar una línea telefónica saboteada, fue atacada por el Yeicht Taharir. El comandante salió en un viejo Heinkel He-111 con la intención de bombardear a los guerrilleros, pero el avión nunca regresó. 

Remigio se pasó gran parte de la noche dándole vueltas a todos esos asuntos. Miró a su mujer y sus dos hijos y los vio dormidos, menos mal que los críos no eran muy conscientes de lo que estaba ocurriendo y se tomaron la cosa con calma. Eso le tranquilizó. Hasta que al final el sueño le venció y se quedó dormido.

Al día siguiente, tres miembros de la policía marroquí entraron en el cuarto donde los tenían retenidos. Le comunicaron que podían continuar el viaje. No le dieron más explicaciones y él tampoco trató de pedirlas, sólo quería irse de allí en cuanto antes y llegar a su casa. Al salir al exterior, se asombró del movimiento inusual que había en el puesto. Demasiados guardias. El Pontiac estaba en el mismo sitio donde lo dejó. Se montaron en él dispuestos a proseguir el viaje, pero no llegaron muy lejos.

Justo cuando se disponían a cruzar el cauce del río que hacía de frontera natural, un grupo de cuatro encapuchados le obligó a detener de nuevo el vehículo. Ese estaba siendo un viaje muy accidentado, pensó Remigio.

Uno de los encapuchados, a los que sólo se les veía los ojos, se acercó al coche y le conmino a bajar la ventanilla. Remigio la bajó y enseguida se vio encañonado por una pistola que le apuntaba a la cabeza. Con una tranquilidad y sangre fría pasmosa, se dirigió al encapuchado:
  • Guárdate eso que en manos de un cobarde no sirve de nada –le dijo mientras cogía el cañón del arma y lo apartaba de su cabeza.
  • ¡Remigio! Qué tiene una pistola –su mujer no daba crédito a la audacia de su marido.
  • ¿Es que no sabes quién es? Este es Bachir, el taxista.
Efectivamente, se trataba de un antiguo taxista de Sidi Ifni al que la policía le requisó su taxi. Por lo visto, además de las funciones propias de su oficio, se dedicaba a otras cuestiones menos lícitas y la policía le confiscó el coche. Sólo la intervención de un Notable baamrani evitó su encarcelación.

Bachir, que se quedó tan estupefacto ante la reacción de Remigio como la mujer de éste, en un principio no supo cómo reaccionar, pero se repuso enseguida.
  • Todo el mundo abajo ¡Ahora!
  • Venga ya, hombre, déjate de historias, que ya hemos pasado la noche retenidos en Mirleft y lo único que queremos es llegar cuanto antes a casa.
  • ¡Abajo! –le gritó Bachir a la misma vez que volvía a encañonarlo.
Se repetía la situación del día anterior y Remigio ya se estaba cansando de tantas amenazas, pero lo acompañaban su mujer y sus dos hijos, que se estaban asustando. Desde allí vio a lo lejos la figura de los policías del puesto español de Tabelcut que estaban presenciando toda la escena. Pensó que lo mejor era hacer lo que le decían, al fin y al cabo, esos hombres estaban armados y podían ser peligrosos. La situación no era para andarse con audacias.

Su mujer, que también le pedía que les hiciera caso, miró hacía el cauce seco del río y, entre unos matorrales, le pareció ver a un gran grupo armado de personas vestidos de manera militar. No le gustó nada la situación y se lo hizo saber a su marido:
  • Remigio, déjales el coche y vayámonos de aquí cuanto antes.
No se lo pensaron, se bajaron los cuatros del Pontiac y los asaltantes se metieron rápidamente en él.

El antiguo taxista lo miró y le dijo:
  • Este coche está requisado por el Ejército de Liberación.
  • Déjate de monsergas, tú lo que haces es robarme el coche –le replicó Remigio.
Pero el comerciante no lo dijo muy convencido. Todo lo ocurrido no presagiaba nada bueno. Todo el nerviosismo que detectó desde que entraron en Mirleft, todo ese movimiento de gente armada, ese grupo escondido en la cuneta de la carretera, eran malas señales. Era necesario avisar rápidamente a las autoridades. Se estaba preparando algo.

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En Tabelcut, el cabo primero de la Guardia Civil, Rubio, comandante del puesto fronterizo, estaba saliendo de su caseta cuando, a lo lejos, vio todo lo que estaba ocurriendo en el otro lado del río. Avisó rápidamente al teniente Sotos. Desde allí divisaron como un pequeño grupo de personas armadas encañonaban a los ocupantes de un vehículo. El perfil del coche era inconfundible: se trataba del Pontiac de Pagán.

Días atrás les habían comunicado que estuvieran alerta de posibles movimientos extraños entre los indígenas y que avisasen rápidamente sobre cualquier concentración” sospechosa” al otro lado de la frontera. Aunque para eso era necesario que la línea telefónica no se cortase.

El oficial no podía hacer nada, estaban al otro lado del río y eso le impedía actuar. No en vano recibió órdenes muy expresas de que evitasen por todo los medios cualquier actuación en terreno marroquí. Por lo visto, querían evitar incidentes que pudieran enturbiar las buenas relaciones entre los gobiernos. Al teniente Sotos a veces le entraba ganas de decirle a más de uno donde se podían meter sus “buenas relaciones”.

Y allí estaba, siendo testigo impasible de un acto de pillaje a un ciudadano español a pocos más de un kilómetro de donde estaba él con un destacamento de policías y no podía hacer nada. El cuerpo le pedía dirigirse con sus hombres hacía el grupo de personas que estaban amenazando a Pagán y a su familia y dejarles claras algunas cosas. Entre otras, que en su presencia nadie amenaza a un español y se va de rositas. Pero se tenía que aguantar.

Lo único que pudo hacer el teniente Sotos cuando vio que los asaltantes huían con el coche, fue coger una moto con sidecar y acercarse hacía el matrimonio y sus hijos, que ya habían cruzado a la parte española. 
  • Maldita sea, Remigio, siento no haber podido hacer nada. ¿Están bien? –le preguntó el teniente al hotelero.
  • Sí, no se preocupe, teniente, esos sinvergüenzas sólo querían el coche. La madre que los parió, que susto nos han dado. Pero no tenemos que perder tiempo, hay que avisar rápidamente al gobernador.
  • ¿Avisar, de qué? –se extrañó Sotos.
  • Teniente, creo que se está preparando algo gordo. Hemos visto mucho movimiento de gente armada y actuaban de manera extraña. Para mí que se están disponiendo para un ataque.
  • Algo se barrunta -al teniente Sotos no le pilló de improviso la afirmación.
  • Nos han tenido toda la noche retenido y, aunque no nos han dado ninguna explicación, les he oído hablar entre ellos en árabe y, por lo que parece, no tenían muy claro qué hacer con nosotros. Nos han requisado el coche en nombre del Ejército de Liberación y en la otra parte del río hay concentrado un gran número de hombres armados.
  • Me cago en todo lo que se menea, Remigio, esto no augura nada bueno. ¿Cuántos hombres dice que eran? –le preguntó el teniente al comerciante.
  • Lo menos cincuenta, teniente, y estaban bien armados. Yo no entiendo mucho de fusiles, pero sí lo suficiente como para saber que los que ellos llevaban tenían mejor pinta que esos máuseres que usan ustedes, por lo menos, relucían más.
  • ¿Seguro que eran del Ejército de Liberación?
  • Así se identificaron y en su nombre me requisaron el coche, aunque a uno de ellos lo conozco. ¿Se acuerda de Bachir, el taxista? Pues él era uno de ellos. Además, el “perro español” que masculló uno de los que lo acompañaban no me sonó nada bien. Bueno, eso y algunos improperios más en árabe marroquí.
  • Cago en la leche.
  • ¿Qué pasa, teniente?
  • Dicen que son suposiciones o rumores, pero lo cierto es que se sabe que dentro del Ejército de Liberación hay miembros del ejército de Marruecos ¿Sabe lo que puede significar eso, Remigio?
  • Que si nos atacan lo mismo se lía la marimorena.
  • Ni más ni menos. ¿Se imagina a nuestro gobierno declarándole la guerra a Marruecos?
  • Mejor no, teniente. Pero que hablasen marroquí no significa nada. Es sabido que en el Istiqlal hay elementos de procedencia muy diversa, eso no tiene por qué significar nada.
  • No le digo que no, pero mejor váyase haciendo a la idea. Justo hace unas horas hemos recibido una comunicación por la que se ha declarado una Orden de Defensa. En Sidi Ifni se están preparando para un ataque inminente.
  • Pero eso es imposible, ¿cómo se va a arriesgar el moro a meterse en un berenjenal así? Con lo buen amigo del Caudillo que es.
  • Esto es política de la alta, amigo. Yo no arrendaría mis ganancias.
  • Complicado que es todo esto, leches.
  • Usted lo ha dicho, pero venga, no perdamos más tiempo, hay que avisar inmediatamente al general. Me llevo a su mujer y a sus hijos en la moto. Ahora regreso a por usted.
Una vez en el puesto de policía, telefonearon inmediatamente al Gobernador General para ponerlo al corriente de lo que Remigio y su familia vieron en el otro lado de la frontera. De paso, llamaron a un taxi para trasladarlos hasta Sidi Ifni.

Las piezas habían iniciado los primeros movimientos de lo que iba a ser una partida cuyo resultado era incierto, pero que iba a costar varios centenares de vidas.