Capítulo 1 (1ª parte)


Aquella noche en el cuartel de Tiradores se decretó una generala silenciosa a la que acudieron incluso los rebajados de servicio a causa de una epidemia de gripe, pero como no estaban en condiciones, les tuvieron que ordenar que regresasen a la enfermería.

Los soldados formaron con todo el equipo de combate y pronto se dieron cuenta de que aquello iba en serio, que no era un entrenamiento más o una misión rutinaria. Algunos tenientes tuvieron que volver apresuradamente del Casino donde estaban celebrando la despedida de soltero de uno de ellos, y los mandos hablaban en voz baja y con caras serias. Los sargentos daban las instrucciones a sus pelotones, pero no como lo hacían habitualmente, es decir, a voces y con malos modos, sino de una manera más suave, más paternal.

Los acontecimientos se habían precipitado, aparte de la información que les dio Remigio Pagán, el ordenanza de un capitán de Tiradores le informó de que su cuñada se enteró del día y la hora exacta en la que se iba a lanzar el ataque conjunto. La intención de los guerrilleros era atacar el polvorín y el aeródromo. Mientras, los elementos infiltrados en la ciudad, matarían a los oficiales al salir de sus casas para dirigirse a sus cuarteles, con los que las fuerzas españolas, sin mandos que las dirigieran, serían presa fácil de los atacantes.

Ya se preveía algo parecido, el Estado Mayor sabía que aquello, tarde o temprano, iba a ocurrir, pero no sabía ni cuándo ni cómo. Gracias a esa información se pudo adoptar las medidas oportunas para evitar que el Yeicht Taharir tomara la ciudad. La defensa exterior se le encargó a algunas secciones de paracaidistas, tropas de Artillería y Tiradores de Ifni, mientras que la seguridad interior estaba al cargo del Grupo de Policía. Los rebeldes se iban a encontrar con un inesperado contratiempo.

Una Compañía del II Tabor se desplegó por el monte Gurram con el fin de cerrar el acceso por el norte a Sidi Ifni, y desde allí se oían los disparos de la lucha que se estaba desarrollando en los arrabales. A los soldados no les informaron del motivo del despliegue, pero, por los ecos de la batalla, ya se imaginaban que aquello era algo más que los disparos esporádicos que, de vez en cuando, los guerrilleros lanzaban desde las montañas.

El II Tabor ya había tenido algo parecido a experiencia de combate, aunque la fallida toma de Tamucha no fue propiamente eso. Ocurrió en el mes de octubre, cuando al Tabor se le ordenó “reactivar” aquel puesto en el que, en lo alto de la loma, existía una antigua fortaleza portuguesa. Aquel era un lugar propicio para controlar el límite fronterizo con Marruecos. Pero cuando subían hacía la cima, recibieron una fuerte descarga de fusilería. Sorprendidos, no pudieron responder al tiroteo y cada uno se tuvo que esconder donde pudo hasta que oyeron la orden de retirada. Fue el bautismo de fuego de aquel reemplazo.

Los soldados de la 8ª Compañía del II Tabor esperaban alerta agazapados en sus pozos de tiradores del Gurram, oyendo los disparos y viendo los destellos de las explosiones. Entre ellos estaba el cabo Ruiz. Antes de ir a la mili, ni se planteó eso de qué se tenía que sentir al estar en medio del combate. Lo de Tamucha se quedó en simple escaramuza y no pudo disparar ni una sola vez, pues no tenía ni idea desde dónde le disparaban, por lo que aquella experiencia no le servía. Ya estaba relativamente acostumbrado a oír disparos. Los rebeldes emboscados en las montañas que rodeaban Sidi Ifni, de vez en cuando soltaban alguna ráfaga de ametralladora, pero cuando una patrulla se acercaba al lugar de donde procedían, ya habían desaparecido. En algunas de aquellas patrullas participó el cabo Ruiz. Todavía recordaba su primera misión: Hacía apenas dos días que estaba en el campamento de Tiradores y mandaron a su pelotón a un cruce de caminos con la misión de registrar a todos los musulmanes que pasasen por allí por si llevaban armas. No tuvieron tiempo ni a deshacer el petate y ya mandaron a los reclutas a una misión. No tenían ni idea de qué tenían que hacer, ni de dónde estaban, ni cómo se cogía un fusil. Menos mal que el sargento que iba al mando, un veterano de la guerra civil, comprendió que aquellos novatos no iban a saber reaccionar en el caso de que se encontrasen con alguien armado, así que les dijo que se escondieran entre las rocas y que pasase el que quisiera.

El cabo nunca iba a olvidar lo larga que se le hizo aquella noche agazapado en su puesto de tirador, expectante, esperando a que pasara algo, pero nada ocurrió. Se hizo de día y seguían en sus posiciones, sin poder moverse ni salir de ellas ni siquiera para mear. Tenía los músculos entumecidos y no sabía cómo ponerse para hacer más llevadera la espera. En aquellas horas no paró de pensar en cómo iba a reaccionar. Por lo que parecía, los guerrilleros estaban atacando la ciudad. Ya no eran pequeñas escaramuzas contra un enemigo invisible, se trataba de un ataque en toda regla en el que seguramente iba a verse cara a cara con ellos.

Ya había disparado su mosquetón, pero contra nadie. Las veces que lo hizo fue a las piedras donde se suponía se escondían los musulmanes que, de vez en cuando, incordiaban desde lo alto de los montes, pero no se imaginaba disparando de frente a personas por muy enemigas que fueran. No se hacía a la idea de que iba a participar en una batalla, ni siquiera tenía el más mínimo pensamiento de que estaba en una recién iniciada y no declarada guerra. Él sólo estaba allí para hacer la mili, simplemente. Le daba vueltas a cómo reaccionaría y qué haría si viera venir hacia él a un grupo de guerrilleros. ¿Se escondería? ¿Tendría valor para sacar la cabeza del pozo y disparar? Embozado en su chilaba reglamentaría y con el tarbush cubriéndole la cabeza, el cabo Ruiz era un manojo de nervios y el sudor le empapaba la frente a pesar del frío, y encima no podían ni encender un cigarrillo para aplacar la ansiedad.

El cabo Ruiz pensaba en su familia, en sus amigos, en su pueblo. Si estuviera con ellos, a esas horas seguramente estaría en plena sementera. El campo ya lo habrían abonado un par de meses atrás. Las semillas ya estarían escogidas de entre el grano de la cosecha de la parcela con la mejor producción de la última recogida y ya habrían sido cribadas para limpiarlas. Él consideraba que tenía bastante habilidad para esparcir el grano: andaba a un ritmo fijo y metía y sacaba la mano del costalón para esparcir la semilla de manera que cayese por todo el terreno. Ni recargaba una zona ni ninguna se quedaba corta. Luego, amelga a amelga, taparía la semilla. A media mañana la cuadrilla pararía y del ato sacarían un trozo de pan y algo de tocino y chorizo, cogerían la bota y beberían vino traído de Villamalea. Estarían todo el día en el campo y por la tarde regresarían al pueblo, se refrescarían y se irían a la cantina. Cenaría unas gachas guisadas y hasta el día siguiente que volvería a hacer exactamente lo mismo. Era pura rutina, puro trabajo, puro esfuerzo y muchas penalidades. Pero era lo que quería estar haciendo en esos momentos en vez de estar en un agujero con un fusil en la mano esperando un ataque de los guerrilleros.

Ruiz, cuando no pensaba en su pueblo, trataba de mantener alguna conversación con Castillejos, su compañero de pozo. Hablaban en voz baja, casi en susurros. El soldado le contaba que en cuanto volviese a Murcia, se iba a casar con su novia de toda la vida. Eran novios desde hacía cuatro años y ya lo tenían todo preparado. En cuanto se licenciase se casaban. Llegaron en el mismo reemplazo y no eran amigos, pero se le veía un muchacho de lo más cordial. Trabajaba en la tienda de ultramarinos de su padre y su idea era hacerse cargo del negocio. Su madre murió cuando era un niño y su padre tuvo que luchar y sacrificarse mucho para sacar a sus cuatro hijos adelante. Castillejos quería que su padre se retirase y pudiera disfrutar algo de la vida, ya había trabajado demasiado.

Pero el cabo Ruiz, que escuchaba hablar a Castillejos, no podía quitarse de la cabeza qué haría si el enemigo asomaba por allí. Lo descubrió cuando vieron subir por la loma a un grupo de rebeldes que huían del fallido ataque a la ciudad. Comenzaron los disparos y se dejó llevar. En cuanto apretó el gatillo se sumió en algo que nunca antes había sentido. El miedo y los nervios se convirtieron en audacia y en excitación.
  • ¡Dale, Castillejos, dale a esos moros! –le gritó frenético a su compañero.
Sólo pensaba en una cosa: apuntar, disparar y recargar, apuntar, disparar y recargar. Ni siquiera veía bien a quién disparaba, ni oía los zumbidos que pasaban por encima de su cabeza, ni sentía las voces de sus mandos. Sólo veía sombras que se movían entre las rocas. Vio caer a unos cuantos rebeldes y él seguía disparando. No supo el tiempo que duró aquello, se le hizo eterno. De pronto, parecía que todo se había acabado.
  • ¡Leches, Castillejos, les hemos dado por culo a los mojamés! ¿Qué te ha parecido?
Castillejos se puso en pie. También estaba nervioso y no midió bien su acto. Ruiz lo miró y vio como se quedaba serio y su rostro palideció casi de repente. Dejó caer los brazos y el mosquetón se le escapó de la mano. Dio un par de pasos y se desplomó. La excitación del cabo Ruiz se convirtió en desolación cuando vio que Castillejos tenía en el pecho un boquete que le atravesaba de parte a parte en el que casi le cabía el puño. La sangre le brotaba a borbotones y en sus ojos, que conservaba abiertos, se heló la incredulidad de lo que le había pasado. Ni siquiera oyó el disparo. Antes del ataque era un muchacho lleno de vitalidad y ganas de regresar junto a su novia y hacerse cargo de la tienda de ultramarinos de su padre. El cabo Ruiz tampoco iba a olvidar nunca la imagen del primer compañero que vio morir. En aquel momento fue consciente de que estaba en medio de una partida que era a vida o muerte. Se sentó en el suelo con la espalda recostada en las piedras que le servían de parapeto, dejó el fusil en el suelo, apoyó la frente en sus rodillas, se abrazó las piernas y se puso a llorar como nunca antes lo había hecho.

○○●○○

Sayid permanecía apostado junto a los demás miembros de su ferka en las cuadras de Dar-Busalem. Su kaid-mia les comunicó que por la mañana entrarían en combate. El objetivo era los puestos de la Policía Indígena y de Tiradores de Tiugsá.

Miró a su alrededor y comprobó que el grupo era de lo más heterogéneo. Muchos eran campesinos como él. También había varios desertores de los Tiradores de Ifni. Quizás, junto a los oficiales, eran los únicos que estaban avezados en el manejo de las armas. Según decían, algunos de éstos oficiales se formaron parte de las fuerzas coloniales francesas y luego lucharon contra ese mismo país en Argelia. Otros, incluso, fueron adiestrados en el ejercito español, el mismo contra el que ahora iban a luchar.

Cuando los del Yeicht Taharir entraron en su poblado, no recibieron la acogida que esperaban. Sus proclamas en contra de los invasores españoles no fueron recibidas con mucho entusiasmo entre los nativos, entre otras cosas, porque ellos no se sentían invadidos por nadie. El kaid del poblado fue arrestado y amenazaron con matar a todos los animales y envenenar los pozos de agua. Obligaron a que, al menos, veinte hombres en condiciones de empuñar un arma, se unieran a los rebeldes. Sayid fue uno de ellos. En el censo hecho por los españoles constaba que nació diecinueve años atrás. Su rostro oscuro y bien perfilado, en el que destacaban unos agudísimos ojos negros que miraban con intensidad, apenas había comenzado a mostrar síntomas de madurez, pero lo que no reflejaba su rostro sí lo hacía su mente. Era listo y espabilado, sabía leer y escribir y se interesaba por todo lo que ocurría a su alrededor.

Los campesinos reclutados tuvieron que dirigirse a Mirleft y presentarse en la oficina del Istiqlal para “alistarse”. Eran edificios administrativos cedidos por el gobierno de Marruecos y Sayid pudo comprobar que los rebeldes se movían por allí como si fueran los dueños de todo aquello. Los guardias marroquíes no les ponían ningún impedimento, al contrario, les daban todas las facilidades posibles para que llevaran a cabo su labor de captación. Eso le hizo pensar a Sayid que quizás el gobierno de Marruecos estaba detrás de todo aquello. El Yeicht Taharir sólo era el instrumento que iba a usar para no ensuciarse las manos.

A cada uno de los nuevos guerrilleros les dieron un mosquetón francés, un macuto con munición y unas latas de conservas. Fueron encuadrados en una de las ferkas que iban a atacar los puestos interiores ocupados por los españoles. Para asegurarse su lealtad, a todos los que no eran voluntarios, los que fueron alistados a la fuerza, se les tomó filiación de la kabila, el poblado y la familia a las que pertenecían. Estaban amenazados: o luchaban o sus familias podían tener muchos problemas. Pero no todos habían sido forzados a alistarse, muchos eran voluntarios que se alistaron bien porque se dejaron seducir por las proclamas del Istiqlal o por la paga. De hecho, Sayid conocía a algunos policías o tiradores que desertaron simplemente porque el Yeicht Taharir pagaba mejor. También estaban los que lo hacían realmente por convicción, porque creían en el Gran Marruecos que pregonaba Al-lal el Farsi. Pero a él eso no le importaba mucho, los baamranis eran beréberes, no árabes y la gran mayoría no se sentían identificados con esas ideas. De hecho, ni siquiera compartían el mismo idioma: a Sayid le costaba entenderse con algunos de sus compañeros de armas.

Pero allí estaba, esperando a que le ordenasen atacar un puesto español. Iba a luchar contra gente con las que él no tenía nada ni le habían dado motivos para combatirles, pero no le quedaba otra. Procuraría hacer lo que le dijeran, pero sin arriesgarse lo más mínimo ni apuntar nunca directamente a nadie. No quería que de su fusil saliese ninguna bala que matara a una persona a la que no conocía ni tenía porqué hacerle daño.

Había llegado el momento, el kaid-mia entró en el edificio en el que descansaban y les dijo sin ningún preámbulo:
  • Recordad las palabras del profeta "Haced la guerra hasta que paguen el tributo y sean humillados” y está escrito en el Corán que “se os prescribe el combate, aunque os sea odioso”. No tengáis miedo a morir, pues os espera el Paraíso. Esos infieles van a probar la furia de los descendientes de Alá. Luchad con valentía y seréis recompensados. Hermanos, somos muyahidines y vamos a expulsar a los infieles de nuestra tierra. ¡Seguidme a la gloria!
Sayid no se dejó llevar por la euforia y el fervor que se desató a su alrededor. No era un musulmán ferviente, pero sí había leído algo el Corán y recordó que ese libro también decía algo de que “no seáis los agresores. Dios no ama a los agresores”. Eso no le cuadraba con lo que iban a hacer. En cuanto a lo de “vamos a expulsar a los infieles de nuestra tierra”, no sentía que tenía que expulsar a nadie de ningún sitio, pues aquellas tierras eran de sus antepasados desde tiempo inmemorial y nunca habían dejado de serlo. Sayid tenía la sensación de que iba a luchar para cambiar a los españoles por los árabes, simplemente se trataba de eso. No lo veía nada claro ni estaba muy convencido.

El oficial les ordenó que lo siguieran y, antes del amanecer, se pusieron en marcha hacia Tiugsá.

Todos iban en silencio, nadie hablaba. Sayid no había disparado ni una sola vez un fusil y apenas sabía como se recargaba. No le importaba, no tenía pensado tomárselo muy en serio. Entre sus compañeros había rostros circunspectos. Eran los campesinos que como él se vieron obligados a alistarse, pero también estaban los que realmente creían en lo que iban a hacer. Los dirigentes del Yeicht Taharir ya se encargaron de distribuir a los hombres: en las mismas ferkas se mezclaban algunos veteranos que lucharon contra los franceses en Argelia y que ya llevaban varios meses hostigando a los españoles y los que eran totalmente novatos y fueron obligados a alistarse. Esperaban que los primeros sirvieran de ejemplo a los segundos y que su ardor guerrero acabara contagiándolos.

Por lo que Sayid pudo enterarse por medio de otros compañeros, aquella mañana se iba a producir un ataque conjunto a todos los puestos españoles del interior y a la misma Sidi Ifni. El plan era pillar a los españoles por sorpresa y derrotarlos incluso antes de que se dieran cuenta de quien los atacaba. Un plan cobarde, pensó Sayid. Atacar a traición, sin previo aviso, sin declaración de guerra, no tenía que ser muy del agrado del profeta. Pero lo que más le corroía, era que los españoles no habían hecho nada para que se les matara de aquella manera. No eran ocupantes, no eran invasores, no causaron desgracias a los baamranis, al contrario, en algunas cuestiones éstos se vieron favorecidos. Sayid, en esos momentos, pensaba en el médico español que salvó a varios niños, su sobrino Hamed entre ellos, de morir deshidratados a causas de unas diarreas.

Todavía estaba pensando en esas cuestiones cuando la columna se paró. Ya se divisaba el contorno de algunos edificios de Tiugsá. Los sargentos empezaron a dar órdenes y las distintas restalias se extendieron por diversas posiciones. Pero no les dio tiempo a acabar de desplegarse. De pronto, se oyeron unos gritos en español y desde el puesto empezaron a disparar. Los estaban esperando, adiós al ataque sorpresa.

Sayid y sus compañeros no tuvieron más remedio que tomar posiciones alrededor del poblado y empezó una batalla de hostigamiento. Los españoles, a pesar de ser inferiores en número, se defendían bien. El asedio a Tiugsá había comenzado...

○○●○○

El teniente Castro no paraba de fumar. Una gran humareda de tabaco de pipa invadía la estancia. Mirando por la ventana cerrada, veía la calle del General Mola que subía hasta el barrio musulmán. Lo único que se observaba eran grupos de policías que patrullaban las calles. Desde la madrugada del día 23, cuando se produjeron los primeros ataques, la población nativa estaba casi recluida en sus casas. La gran mayoría no estaban dispuestos a apoyar a los guerrilleros, y aunque algunos de sus miembros se infiltraron entre la población, sus arengas para un levantamiento popular contra las tropas coloniales no tuvieron el eco esperado. Además, el comandante Mena, jefe del Grupo de Policía de Ifni nº 1, montó un eficaz dispositivo disuasorio para evitar que los posibles simpatizantes del Yeicht Taharir apoyasen a los atacantes. Esa fue una de las claves por la que el ataque fracasó, pues los rebeldes daban por hecho ese levantamiento contra las fuerzas coloniales.

Desde que se produjeron los primeros ataques, el teniente trató de ponerse en contacto con Tabelcut para hablar con el cabo primero Rubio, pero, como era natural, lo primero que hicieron los guerrilleros fue cortar las comunicaciones entre los puestos del interior y la capital. El puesto del Grupo de Policía era un edificio administrativo, no un fuerte militar, no era el más adecuado para preparar una defensa en condiciones. No dudada de la determinación del teniente Sotos y sus hombres, pero ante un ataque de varias decenas de guerrilleros poco podían hacer.
Estaba intranquilo por lo que le pudiera haber pasado a Rubio y su familia, especialmente a los niños. No podía quitarse de la cabeza a esas dos criaturas.
Quería creer que los rebeldes no serían capaces de matar a niños, pero en el fragor del combate cualquier bala mal dirigida o bomba podía causar una desgracia.

Tenia que hacer algo. Más que nada por acabar con esa incertidumbre que le roía el alma. Seguramente ya no había remedio, pero quería tener la certeza de algo, de lo que fuera, pues sentía que nada era peor que la inseguridad, el no saber. Por eso mandó llamar al cabo primero Nogales a su despacho.

El teniente Castro se dirigió a su subordinado sin dejar de mirar por la ventana:
  • Nogales, todos los puestos del interior han sido atacados, algunos resisten, pero de otros no hay noticias. La cosa está jodida. Aquí en la capital se puede preparar una defensa en condiciones, pero esos puestos son presa fácil.
  • Según he oído, hay algunos que todavía resisten y se va a mandar expediciones de rescate.
El teniente se giró y se dirigió lentamente a su mesa. Parecía que le costaba moverse, que estuviera muy cansado. Se sentó en la silla y puso los brazos sobre la mesa como intentado sostener el peso de su cuerpo. Le señaló al cabo primero un sillón que se encontraba en medio de la estancia invitándole a sentarse. Era un hombre relativamente joven que siempre tuvo destinos administrativos y nunca esperaba verse en un conflicto armado. No era militar y no iba a participar en las decisiones ni acciones de guerra, pero era el responsable de los pocos guardias civiles destacados en Sidi Ifni y sentía que era su deber velar por ellos, aparte de que tenía otros motivos más personales por los que preocuparse.
  • Se están esperando refuerzos de la Legión y tropas paracaidistas. Ya he hablado con algunos mandos del ejército y entre sus prioridades no está el recuperar puestos que ya han caído en manos del enemigo, se tienen que centrar en aquellos sitios donde saben que todavía hay fuerzas españolas resistiendo y Tabelcut no está entre ellos. No tienen noticias y ya lo dan por perdido. Ni siquiera están dispuestos a mandar a la aviación en vuelo de reconocimiento. Incluso ya están
    hablando de incluirlos en la lista de desaparecidos. Pero a mí ahora lo que me
    preocupa es Rubio y su familia.
  • ¿El comandante del puesto fronterizo?
  • Efectivamente, Nogales, ese hombre lleva allí más de un año viviendo con su mujer y sus dos críos, de dos y tres años, estaba a punto de ser relevado y no puedo dejar de pensar que habrá sido de ellos.
El oficial miró directamente a los ojos del cabo. Su mirada hablaba por sí sola y Nogales enseguida comprendió.
  • Teniente, ¿me quiere decir algo?
  • Nogales, lo que le voy a pedir no es una orden, es un favor, y se puede negar si lo desea, entenderé que lo haga –En la cara del teniente se reflejaba la preocupación.
  • Dígame, teniente.
  • Necesito saber qué ha sido de Rubio y su familia. El ejército ya ha dado ese puesto por perdido y no piensa arriesgar hombres para recuperarlo. Sería una misión demasiado peligrosa para las ganancias.
  • Y quiere que yo vaya a averiguarlo.
  • Le repito que no es una orden.
El cabo Nogales miró a su superior y no veía a un oficial de la Guardia Civil, sino a un hombre que suplicaba ayuda. Era lo que le estaba pidiendo. Para el teniente, lo más fácil era ordenárselo directamente y él no se podía negar a acatar lo mandado. Era lo que tocaba en un cuerpo militar: unos daban órdenes y los que estaban por debajo de la escala las cumplían, sin más, sin cuestionar nada, sin preguntas. Llevaba un año en ese destino y antes ya se había visto involucrado en acciones bélicas, pero siempre llevó las de ganar: eran acciones contra bandas de maquis acorraladas en el monte y en inferioridad de condiciones, pero allí los acorralados eran ellos y las fuerzas atacantes eran más numerosas. A Nogales le sorprendió la determinación con la que los soldados de reemplazo se prestaron a defender la ciudad.

Ahora su superior le pedía, le suplicaba, no le ordenaba, que se arriesgase en una misión casi suicida sólo porque necesitaba saber qué es lo que le había pasado a uno de sus hombres y a su familia. Podía negarse, no tenía porqué hacerlo. Ir allí significaba adentrarse en un territorio plagado de enemigos. Nadie le podía garantizar nada, ni siquiera que pudiera salir de la ciudad. El primer ataque fracasó, pero los guerrilleros tomaron posiciones alrededor de Sidi Ifni. Los tiradores y paracaidistas ocuparon los montes próximos con el fin de quitarle al Yeicht Taharir la ventaja de las elevaciones desde donde podían bombardear la ciudad, pero más allá todo era territorio ocupado por el enemigo. Era una misión demasiado arriesgada. El cabo se decidió:
  • Iré, mi teniente, no sé cómo pero lo haré.
El oficial lo miró fijamente. Apenas le cambió la expresión de la cara, pero a Nogales le pareció percibir una mueca de desahogo.
  • En el puesto también había una dotación del Grupo de Policía. Ya he hablado con el comandante Mena y a él también le preocupa lo que le pueda haber ocurrido a sus hombres. Está supeditado al mando militar y no puede tomar decisiones por su cuenta, pero está dispuesto a ofrecer a uno de sus hombres para que le sirva de guía y protección. Es un nativo de una tribu del norte y conoce bien el terreno. Quizás puedan llegar sin contratiempo y saber qué es lo que ha ocurrido en Tabelcut. Si esos hombres han muerto, lo mínimo que podemos hacer es honrarlos como se merecen, aunque sólo sea poniendo su nombre en la lista de bajas.
  • ¿Y si no es así?
  • Nogales, no me sea iluso, Tabelcut es un paso fronterizo y sólo estaba defendido por trece hombres, algunos de ellos nativos que seguramente desertaron al oír los primeros tiros. Seguro que cayó el primer día. Pero también quiero saber qué es lo que ha sido de esos niños. Lo mismo ha habido suerte y han respetado sus vidas. Son guerrilleros, pero los musulmanes que he conocido hasta ahora no son unos salvajes.
  • Puede que los hayan hecho prisioneros.
  • Si es así y todavía están en territorio español, cosa que dudo, lo mismo se puede convencer al general para que mande una operación de rescate cuando puedan desembarcar los refuerzos. Oficialmente, el gobierno de Marruecos no tiene nada que ver con todo esto, pero todos sabemos que están metidos hasta las cejas. Tenemos totalmente prohibido llevar a cabo acciones militares en su territorio, por eso de la hermandad hispano-marroquí –el teniente no pudo evitar una mueca de desdén-, pero seguramente, sin han sido hechos prisioneros, los habrán llevado al otro lado de la frontera. Eso es lo que quiero que averigüe. Nuestro gobierno se verá obligado a exigir su liberación. Tendrá usted que actuar rápidamente, no disponemos de mucho tiempo.
  • Mi teniente, dice que me va a acompañar un policía nativo ¿es de fiar?
  • Eso espero, Nogales, eso espero.
  • A sus órdenes, mi teniente –el cabo saludó, se levantó del sillón y ya se iba a dar media vuelta para irse cuando su superior le dijo:
  • Gracias, Nogales, y ya le he dicho que no es una orden –le dijo el oficial-. Ah, y nada de heroicidades. Simplemente acérquense todo lo que pueda y averigüen algo. Si la cosa está difícil se dan media vuelta.
Nogales se cuadró, saludó y salió de la estancia. El teniente Castro prendió una cerilla y la arrimó a la cazoleta de la pipa para encenderla de nuevo. Aspiró el humo y exhaló una bocanada lentamente. Se levantó de la silla y se acercó de nuevo a la ventana para mirar por ella. Desde allí vio a dos niños que jugaban y se reían totalmente ajenos a todo lo que estaba ocurriendo.

No podía quitarse de la cabeza a los hijos del cabo primero Rubio.

○○●○○

Partieron antes del amanecer. El policía que lo iba a acompañar, lo esperó en la puerta del edificio que hacía las funciones de casa-cuartel. Salieron por la carretera que llevaba desde Sidi Ifni hasta Mirleft pasando por Tabelcut. Una fina y persistente llovizna les hizo embozarse las chilabas para protegerse ellos y el armamento.

Se dirigieron al Gurram para bajar por la otra parte de la ladera y seguir el cauce seco del Uad Ifni. En los puestos de centinelas ya tenían órdenes de flanquearles el paso. El terreno estaba minado y les indicaron por dónde podían pasar sin peligro. El sargento de guardia no entendía muy bien qué es lo que iban a hacer aquellos dos hombres en zona enemiga. Aunque a él no le tocaba cuestionar las decisiones de sus superiores, no pudo evitar pensar que un guardia civil y un policía indígena no iban a llegar muy lejos en un territorio hostil. Cuando se alejaron escabulléndose entra las sombras, esperaba oír de un momento a otro las detonaciones de los fusiles de los centinelas moros. Hasta que no pasó un buen rato y se convenció de que ya no iba a oír nada, no respiró tranquilo. Aquellos hombres, sin duda, tenían una misión muy arriesgada, fuera la que fuera, y le estaban echando valor. El sargento los admiró por ello.

Salieron por la carretera del norte, pero no iban a seguir su trazado, sería suicida. La falta de información sobre los movimientos enemigos, era una de las carencias más importantes de las fuerzas españolas. En los meses previos, cuando la tensión era patente y se sabía o, al menos, había indicios de que el Yeicht Taharir estaba preparando algo, nadie tuvo la previsión de infiltrar a nativos leales entre sus tropas. El servicio de espionaje era totalmente inexistente. La mayoría de los oficiales españoles habían ganado una guerra y eso les daba una especie de aureola de imbatibilidad. No creían que una pandilla de desarrapados pudiese hacer nada contra los aguerridos soldados españoles. No tardaron en darse cuenta de su error y de que para ganar una guerra hacía falta algo más que cojones. Los españoles no sabían nada de los movimientos del Yeicht Taharir, pero los guerrilleros lo sabían todo de los españoles.

Iban a moverse por la cordillera que corría paralela a la costa. Por aquellos montes no había ningún poblado importante ni ningún puesto español y era bastante improbable que por allí anduviesen los rebeldes. Con algo de suerte, aunque tenían que andar por caminos pedregosos y bajar y subir montañas, estarían cerca de Tabelcut un par de horas antes de que anocheciera. El policía que acompañaba a Nogales y le servía de guía, llevaba en su mochila ropa de civil por si era necesario que se la pusiera para hacerse pasar por un campesino para entrar en el poblado. Eso suponiendo que no estuvieran aún sitiados, aunque ya hacía cuatro días que comenzó el ataque y era bastante improbable que eso fuera así. Lo que tenían que averiguar era la suerte que habían corrido sus ocupantes. El teniente no se lo dijo con palabras pero si con la mirada: si los niños continuaban vivos, iba a hacer lo posible por recuperarlos.

Cuando salió el sol, ya estaban lo suficientemente lejos de la ciudad como para no temer verse sorprendidos. Se aproximaron a Imi U Argan cuando ya la mañana estaba avanzada. La fina lluvia se convirtió en una tormenta que aunque no descargaba con fuerza, sí lo hacía persistentemente. El cabo pensó que eso quizás le ayudase, pues pocos musulmanes se iban a exponer a esa molesta lluvia.

El nativo se dirigió a una especie de refugio que formaba una gran roca asentada sobre otras más pequeñas. Se acomodaron como pudieron y se quitaron las empapadas chilabas, poniéndolas de manera que pudieran escurrir el agua. El policía abrió su mochila y sacó un trozo de queso, lo partió por la mitad y se lo ofreció al guardia civil. Desde que salieron de Sidi Ifni no habían cruzado ni una palabra. Estaban compartiendo una misión arriesgada y Nogales tenía que coger confianza con aquel hombre, de ella dependían sus vidas. El guardia civil miró al nativo y se dio cuenta de que tenía algo que le intimidaba, que le causaba desasosiego. Quizás fuera su rostro intensamente oscuro, de rasgos duros y muy marcados. Nariz aguileña y pómulos sobresalientes y potentes, lo que empequeñecía sus expresivos ojos de un negro intenso y que todavía parecían más pequeños cuando miraba fijamente. Se había quitado el traje de policía y vestía una especie de camisa de algodón blanca y se cubría con una capa redonda con capucha tejida con lana negra, que cuando se la encasquetaba todavía le daba un aire más siniestro. Su cuerpo, delgado y fibroso, se movía con ligereza cuando subía o bajaba repechos y parecía que apenas tocaba el suelo. Todo ello le daba un porte altivo y casi agresivo, orgulloso. Cuando se paraba a otear el horizonte, su figura se asemejaba a la un felino acechando la presa.

Nogales trató de romper el hielo:
  • Mi nombre es Nogales. ¿Y el suyo?
  • Boualam Ben Hasid Ijelf –le contestó el nativo sin mirarlo y sin atender al obligado tratamiento militar.
  • ¿Lleva mucho tiempo en la Policía Indígena?
  • Según lo que considere “mucho”.
Nogales se extrañó de lo bien que hablaba el castellano. Si no fuera por el acento, costaría creer que era musulmán. Le dio la sensación de que el policía era una persona inteligente, por lo menos eso es lo que transmitía su mirada y la seguridad que mostraba. Su altivez no era forzada, se le notaba muy seguro de sí mismo. No dudó ni un momento cuando el sargento de Tiradores del puesto de vigilancia se plantó delante de él y lo miró con cara desconfiada. Según los militares españoles, los soldados y policías nativos no eran muy de fiar. Boualam le aguantó la mirada al sargento y éste pareció sentirse cohibido ante la firmeza del indígena. Nogales también se sentía algo apocado. Su compañero, en ningún momento, le dirigió ni una mirada, ni un gesto, simplemente se dedicaba a abrir camino y el civil lo seguía. Parecía que sabía que dominaba la situación, que allí era él el que mandaba, el que decidía lo que tenían que hacer. El guardia civil estaba a su merced y eso lo intranquilizaba. Se encontraban en medio de un territorio totalmente desconocido. En su interior sentía una especie de alarma que le avisaba de que no se fiase, que no le diera nunca la espalda. Sus compañeros guardias civiles no hablaban muy bien de los moros, decían que por naturaleza eran traicioneros y embaucadores, que detrás de su sonrisa siempre escondían alguna artimaña. Su teniente le dijo que fue el comandante Mena quien eligió personalmente a ese policía. Eso tenía que ser garantía suficiente para confiar en él, pero también le dijeron que conocía tan bien aquel terreno porque se había criado allí, aquella era su tierra y su poblado no estaba muy lejos de por donde tenían que pasar. Nogales quería confiar, pero no podía evitar sentir cierto desasosiego. Quería tener la certeza de que a Boualam no le iba a entrar tentaciones de dirigirse a su poblado y quedarse allí, incluso de pasarse al Yeicht Taharir. Aquel hombre, de aspecto inquietante, podía abandonarlo, entregarlo a los guerrilleros o, peor aún, asesinarlo y huir. Sabía que muchos nativos enrolados en la policía ya lo habían hecho

Boualam miró a Nogales y vio que tenía la mirada clavada en él. Sin duda, el guardia pensó que ese hombre realmente tenía algo especial cuando le soltó mirándolo directamente a los ojos:
  • No se preocupe, puede confiar en mí.
  • ¿Cómo? –al civil una afirmación tan rotunda le cogió de sorpresa. Aquel hombre acababa de contestarle a la pregunta que se estaba haciendo mentalmente.
  • Está pensando si realmente puede confiar en mí. Si no me van a dar tentaciones de dejarlo por estos montes y huir con los mío.
  • Boualam yo… -Nogales no sabía qué decir. Se vio sorprendido.
  • Di mi palabra de que iba a cumplir con mi deber. Me debo al Grupo de Policía y la voy a cumplir por mucho que a veces me plantee si realmente los españoles se lo merecen.
El civil se dio cuenta de que no era que el policía no quisiera hablar con él, simplemente que hasta entonces él tampoco le preguntó ni le dijo nada. Cuando lo oyó hablar, su alarma interior empezó a desactivarse, había algo en su manera de expresarse y en sus gestos que transmitía seguridad, confianza. Nogales, sin ni siquiera darse cuenta, empezó a relajarse. Desde que comenzó las hostilidades quería saber qué es lo que pensaba la población nativa de todo aquello. Aprovechó el momento:
  • ¿Qué piensa del ataque del Ejército de Liberación?
  • El Yeicht Taharir ni representa a mi pueblo ni lucha por él. Ensucian su nombre cuando lo usan para sus intereses. Los Aït Baâmran no pertenecemos a nadie. Aceptamos la presencia española, pero no la dominación. El Istiqlal lucha por los intereses de Marruecos, no por los nuestros.
Nogales comprendió que la arrogancia y altivez de aquel hombre no era una pose, era algo innato. Cuando hablaba lo hacía con mucha seguridad en que lo que decía era palabra suprema, irrebatible.

Boualam descendía de una de las tribus del norte de Ifni, concretamente de los Ait Ijelf. Su familia eran labradores y pastores que poseían unas pocas cabras y algunas tierras donde cultivaban algunos cereales. Boualam todavía no había nacido cuando los españoles se establecieron definitivamente en aquel enclave y construyeron la ciudad de Sidi Ifni. Los beréberes baamranis, a pesar de que su territorio geográficamente estaba en Marruecos, tenían muy asumido que esas tierras fueron cedidas por sus notables a los españoles, por lo que no pusieron ningún impedimento a su llegada, incluso le dejaron claro a los franceses que allí no tenían nada que hacer. Cuando llegó el coronel Capaz, se ofrecieron con agrado a ayudarle a iniciar los preparativos para la construcción de la ciudad. Muchos baamranis se enrolaron en las primeras fuerzas policiales que se crearon y él lo hizo en cuanto tuvo la edad reglamentaria. Era una manera relativamente fácil de contribuir a la economía de su familia. Su padre no le puso muchos impedimentos. Eran muchas bocas a alimentar y poco trabajo el que les daba la tierra.

Pertenecía al Grupo de Policía de Ifni nº 1 y prestaba servicios en la ciudad intentando preservar el orden y la paz. Cosa fácil, pues Sidi Ifni era una ciudad muy tranquila, donde rara vez había altercados que requiriesen la intervención del Grupo de Policía. Sólo en los últimos meses, con la llegada de los miembros del Istiqlal, la cosas se empezaron a poner tensas, pero eran una minoría los nativos que seguían sus consignas.

A Boualam no se lo pidieron, le ordenaron que se adentrase en un territorio que seguramente estaba totalmente tomado por el Yeicht Taharir. De todos era sabido que los indígenas enrolados en las fuerzas españolas eran el principal objetivo de los insurrectos. Ya habían sufrido varios atentados, por una parte para hacerles pagar su “colaboracionismo” y, por otra, para que sirviera de ejemplo de que no era buena cosa formar parte de un ejército colonial. Sabía que corría un gran riesgo adentrándose en territorio ocupado por los rebeldes y que no iban a tener miramientos con él en el caso de ser apresado.

Llevaba ropa civil, cosa que no fue del agrado del capitán de su Compañía, pues dejó entrever que lo mismo le entraba tentaciones de pasarse a los guerrilleros. Eso ofendió a Boualam, pues decirlo o pensarlo era tanto como dudar de su palabra, y se acordó de sus compañeros indígenas asesinados por el Yeicht Taharir que murieron en nombre de un país en el que nunca habían estado y que sólo conocían por referencias. También en los miles de baamranis que fueron a pelear a la guerra de España.

Pertenecía a los Ait Ijelf y se enroló en la Policía Indígena por el sueldo que ofrecían. Tenía un contrato firmado con los españoles y nadie, por muy capitán que fuera, tenía ningún derecho a dudar de su lealtad. Desde luego que la deserción de muchos nativos enrolados en las fuerzas españolas, no ayudó a mantener la confianza.

A él le ordenaron acompañar a un guardia civil hasta Tabelcut para intentar averiguar qué había sido de sus ocupantes y no podía ni debía cuestionar nada, simplemente tenía que obedecer. Lo que no se podía imaginar en esos momentos, era las consecuencias personales que aquella misión iba a tener.
  • Boualam, tenía la sensación de que no quería hablar conmigo. Espero que comprenda que es necesario que confiemos el uno en el otro.
  • No. Simplemente cumplo con mi papel de moro obediente y sumiso. Era usted el que no me hablaba a mí.
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Después del primer ataque, el II Tabor se dedicó a fortalecer las defensas del Gurram. Construyeron varios centros de resistencia para garantizar la seguridad de la ciudad por el norte, por donde discurría la carretera que se dirigía a Marruecos.
Cavaron trincheras y pozos de tiradores, extendieron alambradas y minaron el terreno. Era preciso sellar aquella entrada a Sidi Ifni. Ocuparon todas las elevaciones y cada puesto podía ser defendido por un pelotón y, a la vez, apoyado por los puestos circundantes. La escuadra del cabo Ruiz formaba parte de uno de aquellos pelotones.

Llevaban allí varios días, casi sin agua y alimentándose con las escasas raciones de latas de sardinas y carne. De vez en cuando, alguien bajaba con una carreterilla hasta la carretera donde una camioneta les llevaba en grandes perolas un rancho de alubia o arroz guisado con carne, aunque ésta difícilmente llegaba a las trincheras, ya que el portador de la carretilla solía comérsela por el camino. Dormían en agujeros excavados en el suelo sobre los que ponían una lona, estaban mejor allí que dentro de las tiendas de campaña. Sin las más mínimas condiciones higiénicas, pues no podían lavarse y las moscas y los chinches campaban a sus anchas. Llevaban puesto el mismo uniforme desde el primer día que llegaron a Ifni y las pulgas ya empezaban a ser habituales. Aún así, la moral se mantenía alta y los esporádicos ataques lanzados por el Yeicht Taharir eran rechazados. No sabían nada de lo que estaba ocurriendo en el resto del territorio. De ser así, quizás su euforia por haber repelido el primer ataque guerrillero, se hubiera visto resentida. Los puestos del interior o bien habían caído o estaban siendo asediados por un número muy superior de enemigos. El Estado Mayor de Ifni se debatía entre contraatacar y reconquistar esos puesto o centrarse en la defensa de la ciudad. Pero tenían que recibir más refuerzos, ya que con las fuerzas que disponían, hacer lo primero significaba quedarse sin efectivos suficientes para lo segundo, y el objetivo prioritario del Estado Mayor de Madrid, al que estaban supeditados, era mantener la capital a toda costa. Se vieron obligados a dar por perdidos los puestos que ya estaban en poder del enemigo y mandar expediciones de rescate a los que aún resistían para llevar a sus ocupantes a la ciudad. Desde allí podían ver algunos barcos cargados de hombres y material, pero que no podían desembarcar a causa del mal tiempo. Eso y que Sidi Ifni no tenía un mal puerto en el que refugiarse los barcos y llevar a cabo los transportes de tropas.

Todo eso lo desconocían los integrantes del II Tabor de Tiradores. En aquellos momentos ninguno de ellos sabía que iban a formar parte de una de esas expediciones de ayuda a los puestos asediados del interior.

La escuadra del cabo Ruiz estaba reunida en su subelemento de resistencia. Llevaban varios meses juntos desde que llegaron al campamento donde pasaron su periodo de instrucción. Pronto se dieron cuenta de lo que les esperaba: poca y mala comida, el agua justa para beber y poco más, sin muda de vestuario y, por lo tanto, sin posibilidad de recambio y ni siquiera lavarlo, mandos prepotentes y arrogantes. Pero lo pero eran las letrinas: una gran zanja de dos metros de profundidad en la que mil personas hacían sus necesidades. Pestilentes, nauseabundas, llenas de moscas.
Cada uno de los integrantes de la escuadra procedía de diferentes lugares y extracciones sociales y tenían pensamientos y caracteres muy dispares, incluso incompatibles. En la vida civil algunos de ellos segura-mente nunca hubieran sido amigos, pero habían creado cierto espíritu de camaradería que, aunque no todos compartían con la misma intensidad, les hacía sentirse unidos. Pero, desde que comenzó la guerra, la tensión, los nervios y la incertidumbre resquebrajó algo ese espíritu.

Habían acabado su turno de guardia de dos horas y tenían otras dos para intentar descansar, luego volverían de nuevo a las trincheras. Se refugiaban de la lluvia bajo un improvisado toldo, donde cada uno daba cuenta de las pocas provisiones de las que disponían.

El cabo Ruiz se acercó con una botella de coñac Terry que el teniente le dio para que la repartiera entra la tropa. Algunos le pegaron un trago, pero otros se negaron.
  • Yo no bebo de eso. Estos lo que quieren es que nos atontemos con el coñac para que no nos enteremos de nada. Es más, para mí que incluso le ponen algo para dejarnos alelados.
El que habló era el Letrado, al que llamaban así por su afición a la lectura y sus aires de intelectual, aprovechaba cualquier momento para desahogarse.
  • Puta guerra –continuó-. Estoy hasta las narices de estas latas de sardinas. Ya podían traernos un rancho en condiciones. Así no hace falta que nos maten los moros, ya nos moriremos nosotros solitos de hambre.
  • Cansino que eres. Siempre con la misma retahíla –le contestó Paniagua, uno de sus compañeros.
  • Y todas las veces que sea necesario, que seguro que a los oficiales no les falta de nada. Vete a hablar con el furriel, él te contará algunas cosas de dónde va a parar la comida que envían desde la Península. Más de uno se está haciendo rico a nuestra costa. Además, ¿no me digas que tú no estás harto de tanta lata? –le dijo el Letrado.
  • Esté o no esté harto, esto es lo que hay ¿Consigo algo calentándole la cabeza a los demás? No, ¿verdad? Pues para qué tanto lloriqueo –volvió a contestarle Paniagua.
  • Además, en vez de quejarte tanto, tenías que estar orgulloso de estar defendiendo a tu país y a tu bandera –terció Sánchez, otro de los integrantes de la escuadra.
  • Vaya, ya salió el salvapatrias –esta vez el que habló fue uno al que le decían el Catalán por vivir en Barcelona, aunque no había nacido allí.
  • Tú te callas, Catalán, que creo que eres el menos indicado para hablar de la Patria –le dijo Sánchez.
  • Chúpamela, héroe. Que yo sirvo a mi país con el mismo orgullo o más que tú. Pero una cosa es sentirme orgulloso de ello y otra venir aquí a pelear por algo que no entiendo y menos a las órdenes de estos oficiales aburguesados con aires de aristócratas con sus criados, sus sirvientes y su Casino, que nos tratan como si fuéramos escoria.
El Catalán, con su rostro duro, con una cicatriz que le rompía la ceja derecha y gestos y movimientos chulescos, no dudaba en encararse con quien hiciera falta. Su altura y complexión fuerte, su voz potente y profunda, intimidaba a los demás. Sólo los que más se relacionaban con él se habían familiarizado a sus maneras pendencieras. Sin duda, la vez que tumbó de un puñetazo a un veterano que intentó robarle una manta, le ayudó a crearse esa aureola de persona dura y bregada acostumbrada a lidiar con situaciones difíciles. Se rumoreaba que procedía de los bajos fondos de Barcelona, pero nadie lo sabía a ciencia cierta, pues él nunca hablada de su vida civil.
  • Ya está bien leches, las ganas de disputas os las guardáis para cuando vengan los moros –tuvo que terciar el cabo Ruiz.
Todos se callaron, no tanto por la obediencia debida al cabo como porque sabían que aquello no era más que un desahogo, una manera de sacar lo que tenían dentro. Toda esa situación les pilló de improviso y aún no tenían asimilado que estaban en medio de algo que parecía una guerra. En los cuatro días que pasaron desde que comenzó el ataque, apenas se hicieron a la idea. No sabían cuánto iba a durar, esperaban que fuera algo pasajero, que los refuerzos que estaban llegando en los aviones que veían aproximarse al aeropuerto y los que esperaban en los barcos que se divisaban, les ayudasen a poner a los moros en su sitio. Pero no les gustaba la situación, querían volver a la seguridad de los cuarteles, querían que pasase lo antes posible su periodo de mili. Fueron a cumplir el servicio militar, pero se vieron envueltos en unos acontecimientos para los que no iban ni preparados ni mentalizados y, lo peor, habían visto morir a algunos compañeros. Querían volver a casa. No entendía muy bien qué hacían allí.

Ya estaban acostumbrados al sonido de los esporádicos disparos que procedían de las posiciones enemigas más cercanas. Los guerrilleros simplemente les querían hacer saber a los españoles que estaban allí, que no se habían ido ni pensaban hacerlo, que si querían que se marchasen, tenían que ir a por ellos.
  • Ruiz, ¿dónde crees que iban esos dos que han pasado esta mañana a la parte mora? –le pregunto Paniagua al cabo.
  • Ni idea. El sargento sólo ha dicho que tenían permiso para hacerlo. La verdad es que resulta raro ver a un guardia civil y a un policía nativo pasar al otro lado. Sea lo que sea, no les arriendo las ganancias.
  • Seguro que iban a rodear a los moros por la retaguardia para pillarlos por sorpresa. Eso es lo más que podemos esperar de este glorioso ejército –dijo con ironía el Letrado.
  • Espera que lleguen los refuerzos. En dos días acabamos con ellos. Estos harapientos no saben con quién se han metido –le replicó con orgullo Sánchez-. Seguro que cuando vean los vehículos acorazados salen corriendo y no paran hasta cruzar la frontera.
  • ¿Vehículos acorazados? ¡Ja! Esos se los guardan para el desfile del 18 de Julio. Además, ya me dirás cómo cojones los desembarcan en estas playas con esos cárabos.
El Letrado siguió comiendo la carne enlatada y mascullando sus ganas de mandar todo a la mierda. Aquella montaña árida llena de chumberas y cactus; aquel ejército mal vestido, mal comido y peor preparado; aquellos musulmanes que se empeñaban en echarlos de allí a base de tiros. Aquella guerra por un territorio lejano que apenas nadie conocía. Recordaba como en el viaje en barco tenía que explicarle a los reclutas adónde iban, pues la mayoría ni siquiera sabía que existía Ifni. Le parecía estar leyendo uno de los esperpentos de Valle Inclán. A aquella guerra le iba al pelo aquello que dijo Max Estrella en Luces de Bohemia: “El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada”. Indudablemente, a su juicio, aquella era una guerra con una estética muy deformada. Era incluso antiestética. Eso lo pensaba el Letrado apenas cuatro días después de comenzar las hostilidades. Todavía le quedaba por descubrir lo peor.

El Letrado, aunque no había accedido a la universidad, era una persona culta. En el campamento y el cuartel siempre llevaba bajo el brazo un ejemplar de Jarama de Sánchez Ferlosio que intentaba leer en los pocos ratos de asueto. Solía ojear todo lo que caía en sus manos. Sobre todo, devoraba novelas de realismo social que tan de moda se estaban poniendo en aquella época. Eran historias que reflejaban la dureza de la vida de los campesinos, de los trabajadores industriales, la banalidad de la burguesía. Incluso logró publicar una pequeña novela que tuvo un relativo éxito y algunos lo consideraban como un joven y prometedor nuevo escritor. Su estilo, tanto en la técnica narrativa como en el lenguaje, era sencillo, pues él pretendía, como otros muchos, llegar al mayo público posible. Sus compañeros, cuando lo vieron en el cuartel de “transeúntes” de Cádiz, pensaban que era un actor, pues tenía pinta de galán cinematográfico con su pelo engominado y fino bigote. La sensación la reforzaba su pulcro traje hecho a medida y los zapatos de charol relucientes. También les llamó la atención sus modales finos y educados y su forma de expresarse: sin una mala palabra, sin groserías, sin reniegos. Más de uno pensó que en cuanto lo pillase un sargento chusquero le iba a quitar la finura de golpe. De apariencia frágil, se escudaba en su lucidez y su ironía para afrontar situaciones comprometidas. Tenía que esforzarse para no demostrar que estaba por encima de ellos intelectualmente, no quería ser tomado como el “raro” del grupo, pero no lo lograba. Sus compañeros pronto se dieron cuenta de que era el más inteligente, al menos sabía expresar lo que pensaba, aunque no siempre entendían lo que quería decir. Era el que peor llevaba lo de la falta de higiene, estaba acostumbrado al baño casi diario y a vestir ropa limpia y planchada. Aparte de eso, si había algo que lo sacaba de sus casillas, era el tener que obedecer órdenes de suboficiales semianalfabetos que no tenían ni la más minina cultura. El sargento Garrido al menos era espabilado, se le podía hablar de casi todo y los trataba con consideración, pero al cabo primero Bellido no lo soportaba. No entendía como un hombre con una mente tan limitada podía pertenecer a una organización, aunque fuera militar. Un hombre que estuvo en la guerra civil como cabo y veinte años después sólo logró ascender a cabo primero. Estaba a punto de jubilarse y ni usa sola vez se le propuso un ascenso. Sus superiores consideraban que mejor se quedaba como estaba.

El Letrado miró a sus compañeros y sintió cierto desasosiego. No quería estar allí compartiendo el rancho, las guardias, las trincheras con ellos. No eran sus amigos. Simplemente, el destino y el sorteo de quintos, hizo que compartieran una etapa de su vida. Luego, segura-mente, nos los volvería a ver. No eran sus amigos, pero sabía que formaban parte de una unidad de combate y dependían los unos de los otros, y eso también lo sabían los demás.

Se necesitaban y, a pesar de sus diferencias sociales, de pensamiento y de carácter, iban a hacer lo posible por salir vivos y enteros de allí, pero no todos lo lograrían.